sábado, 26 de marzo de 2011

Set the fire to the rain

Era una noche lluviosa de marzo y yo estaba esperándote debajo de aquel portal. Como siempre, de noche. Como siempre, llegabas tarde. Mi impaciencia iba en aumento. Mis nervios a flor de piel. Era una noche cualquiera de marzo, pero, de no ser por la lluvia, podría decirse que era cualquiera de todas nuestras citas.

El frío se apoderó de mis manos mientras yo, con vehemencia, trataba de calentarlas. Sin darme casi cuenta, mi corazón empezó a tiritar también. Se suponía que eras tú el que debía calentarlo… Se suponía que debía estar ardiendo por ti…

Las once de la noche. Ya llegabas media hora tarde. La gente pasaba por mi lado preguntándose qué es lo que una chica como yo estaba haciendo a esas horas en mitad de la calle sola con el tiempo que hacía. Esperándote. Esperando a que llegaras con tu sonrisa, con tus disculpas, que tú mismo sabías que repetías sin sentido, y con tus besos, esos que robaste a alguien en un momento dado y ahora te empeñas en repartir, sin sentido.

“¿Qué hago aquí? ¿Qué espero en realidad? ¿Lo mismo de siempre?” No pude dejar de preguntármelo mientras veía que las manecillas del reloj eran las que me mostraban la realidad. Una realidad que no quería ver pero que ahí estaba, delatándote. “No. Yo quiero más y él no me lo puede dar.”

Me levanté dispuesta a irme cuando a lo lejos te vi aparecer. No dijiste nada, sólo me miraste y, en un instante, comprendiste todo. Mi corazón estaba empezando a dejar de latir y sólo con una confesión podría haberse encendido de nuevo.

Clavaste tus ojos en los míos, esos que siempre te intimidaron porque expresaban más que mis propios labios. Una lágrima cae de ellos y, sin decir nada, lo dije todo. Había llegado el momento de la despedida por más que acabases de llegar. Una despedida que no se volvería a repetir. Yo, embargada por un frío que no había sentido nunca. Tú, con algunos besos que me robaste y que a partir de entonces empezarías a repartir.