jueves, 24 de febrero de 2011

Could have been you

Hoy he despertado y he abierto los ojos más que de costumbre, como si una venda se hubiera caído. Las mismas estrellas que un día nos vieron querernos me ven hoy a mí olvidarte.

Acabas de cerrar la puerta y te has llevado contigo mi inspiración. Adiós a esas promesas que no valen nada, que caen en saco roto. Adiós a los “quizás” y “puede que”. Tiraste a ganar y perdiste la batalla, o quizás perdí yo, quién sabe, todo depende del ángulo desde el que se mire.

¿No os ha pasado nunca que en una fecha señalada, como un cumpleaños, os han regalado una prenda de vestir que no os identificaba en absoluto? Unos zapatos, por ejemplo, con los que no os sentís cómodos. No queréis poner mala cara, al fin y al cabo la intención dicen que es lo que cuenta, pero por más que lo intentas, lo combinas de mil y una maneras posibles, pero te sigues mirando al espejo y notas que algo falla. El zapato y vosotros sois incompatibles se mire como se mire. Ese mismo sentimiento nos puede pasar con las personas en sus distintas versiones: amigos, parejas, compañeros de trabajo…

No se pueden forzar los sentimientos, esa es una gran verdad. Por más que desees con todas tus fuerzas que las cosas vayan sobre ruedas, que un buen día despiertes y sientas que todo sucede tal y como debería suceder, si no hay ese punto de conexión es imposible. No, ese zapato sigue sin quedarte bien. Al final sabes que, antes o después, terminará, en el mejor de los casos, desterrado al fondo del armario si no le depara un futuro peor y termina en la basura.

Las personas entran y salen. Que alguien que quieras que encaje perfectamente contigo no lo haga no es una derrota. Está bien creer en los improbables, pero cuando vemos que estamos ante un imposible yo soy de las que opta por matar a la esperanza. No va a ser más improbable por más que lo mire desde ángulos que no existen. Ya llegará ese zapato negro de tacón que combinará siempre en toda ocasión, con el que te sentirás cómoda y al que cuidarás siempre para que nunca se estropee. El día que menos te lo esperes entrarás en la tienda y allí estará, esperándote.

martes, 8 de febrero de 2011

¿Saltarías?

Todavía intento manejar la situación. Estoy en esa fase en la que tú actúas, yo actúo e intento no dar demasiado, no mostrar todo para que aún pueda dejar balas en la recámara. Espero un movimiento que me ayude a programar mi siguiente jugada, sin mostrar todas las cartas, engañarte, llevarte a mi terreno y, en el momento adecuado, sorprenderte sin ningún tipo de defensa posible.

Lo peor de los juegos de cartas viene cuando las apuestas son importantes. Hay quienes apuestan simples fichas, los que no creen en sus posibilidades y tienen miedo a perder. También hay otros que apuestan dinero esperando tener su día de suerte y obtener beneficios económicos considerables. Pero los grandes apostadores, los que de verdad arriesgan, no dan nada material en el juego, se juegan más, incluso si de su propia vida depende. Pero, ¿por qué apostar? Los hay a los que les gusta el riesgo. Esa sensación de poder perder todo en un momento por la esperanza de poder llevarse el premio gordo.

A mí me gustaría ser uno de esos que no tienen miedo, que se la juegan al todo por el todo. Simplemente se sientan en la silla, observan a su enemigo y preparan un buen ataque. A mí me gustaría derribar a todo tu ejército despacio, soldado por soldado, sin apenas darte cuenta, hasta que te tuviera en mis propias manos, sin ataque posible.

Pero yo no soy de esos que ven los órdagos sin pensarlo dos veces. Mi mente va por delante, no me deja actuar hasta que no está segura del resultado. ¿Sabes qué pasa? Que dicen que quien no arriesga no gana, y yo todavía estoy de pie, en la puerta del bar, mientras llueve, calada hasta los huesos y con un miedo atroz a jugar esta partida.