miércoles, 28 de julio de 2010

Tan pronto como llegas, te vas.


Todos estamos acostumbrados a lidiar con el mítico amor de verano. La mayoría lo calificaríamos de perecedero, de improbable duración a largo plazo. Pero, a veces, lo que empieza como simple ilusión estival puede terminar por convertirse en algo serio, rompiéndose de esta manera la regla general.

Tras un largo invierno, de rutinas, de trabajo y, por consiguiente, de cansancio, llegan tiempos de cambios, por cortos que puedan parecer. A veces es suficiente con un simple viaje a la playa, con acudir a visitar a familiares en un pueblo del que nadie ha oído hablar, para relajar nuestras mentes y darnos un respiro. Es entonces cuando estamos más predispuestos a conocer gente, relacionarnos y terminar por caer en los brazos de un amor que, pese a tener fecha de caducidad, marca nuestros días de descanso.

Pero, ¿quién te dice que ese amor de verano no vuelva a hacer acto de presencia justo un año después? De hecho, muchos de nosotros hemos vivido algo así como un curso cíclico con el que parece que el destino trata de reírse de nosotros, abriéndonos los ojos y tratando de escribir un nuevo final a nuestra historia.

Están ese tipo de amores que se quemaron por culpa del sol y que tan sólo quieren pasar página, ver cómo su piel se renueva, empezando de cero, y esperar no quemarse otra vez por un nuevo sol. No obstante, hay otros que desean vivir un deja vú, experimentar sensaciones ya vividas tratando de renovarlas, esperando que, en esta ocasión, ese momento dure para siempre y la fecha de caducidad no termine por llegar.

Aun así, una cosa es cierta: el verano pasa, el moreno se irá perdiendo con la entrada del otoño y la luz se irá apagando progresivamente. Pero, y como aquellos que dicen que la energía no se destruye, sino que se transforma, el verano dará paso a una nueva temporada, el principio de una nueva época y, como cada año, todos terminaremos mirando hacia el futuro.

lunes, 19 de julio de 2010

Y mañana, ¿qué será de mañana?



- Solíamos hablar de nuestro futuro, de lo perfecto que seria, ¿recuerdas?

- Sí.

- ¿Qué ha pasado?¿Cuándo se fastidió todo? Esto no es lo que tenia que pasar. Ya no sé quién soy ni qué se supone que debo hacer. Me siento tan...

- Perdida... ¿Recuerdas cuando me hacías ver una y otra vez tus películas favoritas? Me volvías loco.

- ¿Eso es una frase de ánimo?

- Y por fin te pregunté por qué te gustaba ver películas que ya habías visto. ¿Y recuerdas qué me dijiste?

- Me gusta saber cómo van a acabar las cosas...

- Exactamente...





Hace un tiempo, un conocido que terminó por convertirse en amigo y que, a día de hoy, no es ni una cosa ni otra, me dijo que odiaba una faceta mía con todas sus fuerzas: la manía de hacer esquemas. Cualquier faceta de mi vida estaba programada, no dejaba nada fuera de planificación.

Cierto es que no me gusta la incertidumbre ni dejar un atisbo de margen a la improvisación. Me siento vulnerable si no consigo medir cada acción o, cuanto menos, predecirla con el tiempo necesario para sopesar la reacción posterior.

Vargas Llosa dijo que la incertidumbre es una margarita cuyos pétalos no se terminan jamás de deshojar. A mi tampoco me ha gustado nunca deshojar la margarita. En lo que a mi respecta todo lo que queda en el aire no es de fiar, y aquello que no es de fiar no me produce serenidad, al contrario, hace que mi brújula comience a dar vueltas sin sentido, buscando un norte que parece no encontrar.

A mi también me gusta ver películas que ya he visto porque sé cómo van a terminar las cosas. Me encanta parafrasear los diálogos, saber qué ocurrirá en la próxima escena…

Adoro sentir la seguridad de que puedo anticiparme emocionalmente a los hechos, tanto si son alegrías como desgracias. El problema es que nuestras vidas no consisten en ver Un paseo para recordar por enésima vez sabiendo que Mandy Moore morirá al final de la película. Nuestras vidas están plagadas de momentos de incertidumbre en los que nos sentiremos perdidos por no saber dónde nos dirigirá esta vez la brújula.


sábado, 10 de julio de 2010



Blanco. Silencio. El blanco se ha adueñado de mi vida.

Es curioso contemplar como tus días se enmarañan, ver como te adentras en un bucle de errores, de arrepentimientos, de laberintos mientras luchas en busca de la salida. ¿La salida hacia qué lugar? Siempre queremos evolucionar, cambiar, seguir el camino que trazamos antes de recorrerlo. Cuantas veces habré maldecido la estabilidad, la rutina, y, sin embargo, hoy me parece un tesoro que echo de menos. Normalidad, ¡qué poco la valoramos y cómo la echamos de menos cuando nos falta!

Confucio dijo que el hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro mayor. Pero, ¿cómo podemos enmendar los errores que aún no entendemos cómo pudimos cometer? ¿Qué nos llevó allí? ¿Por qué no nos dimos cuenta antes, justo antes de llevar nuestras acciones a cabo, de que estábamos errando? Yo, que me consideraba una persona sensata, yo que creía haber encontrado la forma de trazar el camino, mi camino, me he perdido.

También dicen que se aprende de los errores que cometes, pero quizás la lección no nos ayude a evolucionar y, en su lugar, nos encerremos en nosotros mismos, temiendo volver a caer de nuevo.

El blanco se ha adueñado de mi vida. Sé que es ahora cuando debo actuar, cuando no debo permitir que el blanco se convierta en infinito. No puedo permitir que el silencio se haga un molesto compañero en el viaje en busca de la salida. Quizás la solución esté en encontrar el color con el que deseo teñir este blanco actual y, con ello, encontrar la salida. ¿La salida hacia dónde? Hacia la normalidad.